(91) E-mail escrito el 24 de agosto de 2019
Tengo tu risa clavada en la memoria.
Una risa llena, feliz, inocente.
Ojalá no hubieras reído de esa manera aquella tarde.
Años después, el recuerdo de aquella tarde ocupa mi cabeza, y veo la escena, con todo el dolor que no supe sentir en aquel momento.
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Eran fiestas en el pueblo de al lado, y en la zona del supermercado y la gasolinera, habían puesto una pequeña feria.
Eran los días en los que vuestra madre hacía el teatro de querer intentarlo. De intentar una reconciliación.
Ignorante de mi, creía que realmente había una pequeña oportunidad de que las cosas fueran bien, y que ella realmente deseara que la hubiera.
Pequeña mía... Tan pequeña. Lo más adecuado para tu corta edad eran las camas elásticas. Simples y sencillas. Sin peligro.
Subiste. La mayor y nosotros dos, nos sentamos en las sillas a verte saltar.
Saltabas, y la sonrisa no te cabía en la cara.
De repente, empezaste a reír, de una manera contagiosa. Carcajadas de felicidad infantil, entre salto y salto.
Nos hiciste reír a todos.
Tu innata ignorancia infantil desconocía que, sentada en las sillas, estaba tu familia destrozada. Asesinada.
Vuestra madre, con media sonrisa, pero con una cara que mostraba aburrimiento. Deseo de que pasara el tiempo, y cumplir con el trámite de la tarde de feria en familia.
Para decirse a si misma que lo había intentado. Que no sentía nada, pero que había estado ahí, esa tarde de feria.
Yo, roto en pedazos por dentro, escuchaba tu risa contagiosa. Deseando que ella, por un momento, pensara que por esa risa valía la pena darlo todo.
Que por nuestra familia, valía la pena darlo todo.
Ignorante de mi. Estúpido. Gilipollas.
Ella pasó el trámite, y se fue con los deberes hechos.
Estaba ahí, con nosotros, por lo tanto ella ya había hecho lo que se suponía que tenía que hacer.
Para que nadie pensara que ella no hizo cosas...
Mientras tú saltabas y reías, mi pequeña, en las sillas se sentaba una familia mutilada por el egoísmo de vuestra madre.
Mi mayor, riendo también, y supongo que en tu cabecita pensarías que éramos felices, que con eso bastaba para que un abrazo entre los cuatro sellase las grietas creadas por ella en este último tiempo.
Pobres hijas mías. Sonríen, ríen, y saltan, ignorando todo el desastre que venía en los próximos meses. En los próximos años.
La mayor me pidió una bola de la máquina de bolas. De esas que tienen un pequeño juguete dentro.
Es un día especial. Está mamá. Estamos los cuatro juntos. Hoy si que te la compro Cariño, vamos.
Éramos cuatro en la pequeña feria. Qué bonito.
Por la noche, éramos tres en la cama. Vosotras dos, hijas mías, y yo.
Os abracé muy fuerte, antes de dormir.
Vuestra madre, acabó la noche en otra cama... Y acompañada.
Había cumplido con el teatro. El trámite estaba cumplido de cara a los demás, y a ella misma.
Tengo tu risa clavada en mi cabeza. Saltando en las camas elásticas, siendo feliz de ver a tu familia unida.
Inocencia infantil. Me duele que la realidad no fuera esa. Me duele que tengáis a esta persona como madre. Me duele mi dolor, más si cabe.
Me duele que estuvierais engañadas aquella tarde de feria, pensando y deseando que todo saliese bien.
Sinceramente, aunque yo era consciente de todo, también estaba engañado.
Deseaba que tu risa fuera suficiente para que ella lo diese todo. Para que cambiase de opinión. Para que valorase todo.
Pero ella tenía otros planes...
Tres años después. Y varias decenas de bolas de la máquina compradas más...
Todo acabó destrozado, como la mayoría de esas bolas.
Como yo.
Ahora mismo, en la que era mi casa, hay otro hombre. En la que era mi cama.
Uno... Uno de tantos de los que pasaron.
Y lo que más me duele, vosotras dentro.
Y lo que más me duele todavía. Yo no puedo hacer nada.
Porque si pudiera, os juro que lo haría.
Sigue riendo mi pequeña. Sigue riendo como aquella tarde. Conmigo puedes contar. Siempre.
Y tu, mi mayor. Habrán más bolas... Te lo prometo.
Y te prometo, que esas no se romperán.
Os quiere,
Papá.
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