(120) Las tres veces que he intentado pedir ayuda
Tres. Tres veces.
UNO
La primera, fue al principio de todo. No recuerdo los meses que habían pasado. Quizás tres, o quizás seis. No lo recuerdo.
Pasé la fase de ansiedad extrema, con tensión constante, dolor en la mandíbula, irregularidad de las horas de sueño,... y ni mi cuerpo ni mi mente podían más.
En un intento de buscar algo que cuadrase con mis horarios de trabajo, busqué un psicólogo que venía a la primera casa que tuve en Albalat, a las diez de la noche.
No me sirvió de nada. Sus estrategias pasaban por hacer una lista de las cosas buenas y malas de la persona que me había matado en vida, y que empezase a cambiar cosas sencillas como la forma de vestir, comprar ropa nueva,... que esos cambios me servirían...
Estupendo, calmar el dolor de una familia rota y mi mujer acostándose con otros, con unos zapatos nuevos.
A la tercera sesión, le dije que creía que no estábamos avanzando, y que era mejor dejarlo.
A los pocos días, pedí cita con mi médico de cabecera en Valencia, una mujer de unos cincuenta años. Intenta contarle todo lo que has vivido, lo que estás viviendo, lo que te han hecho, y cómo estás, en escasos diez minutos no llega.
Me dijo: "Siempre sale el sol", y me dio mis primeros antidepresivos. (Citalopram).
No estaba conforme con tomar antidepresivos, le pedí que me derivase a un psicólogo de la seguridad social, pero me dijo que el psicólogo haría lo mismo, a parte de que la lista de espera era de dos o tres meses.
Nunca me gustó la idea de tomar antidepresivos. Los compré en la farmacia, y leí todo el prospecto. Básicamente, modulan tus emociones químicamente, para que te sientas bien artificialmente.
Estuve un par de días pensando si tomarlos o no, porque yo quería estar bien.
Pero no podía dejar de pensar en qué persona me convertiría, si tomaba las pastillas. Quizás no sentiría tristeza. Pero pensaba que tampoco sentiría alegría. Que mis emociones se estabilizarían, dejándome en una especie de linea plana. En un "zombi".
Y pensé que vosotras necesitabais un padre, una persona capaz de sentir alegría y de compartirla con vosotras.
Todas las cajas de pastillas, fueron al cubo de la basura.
Seguí sin ayuda...
DOS
Meses después, ya viviendo en casa de mi hermana, estaba ya en un punto muy límite. Me levantaba por las mañanas, con bastante esfuerzo, y mi primer pensamiento, que me acompañaba el resto del día, era siempre el mismo. La injusticia. El dolor. La rabia. Me faltaban las ganas hasta para abrocharme la camisa. No podía. Muy malos pensamientos, frutos de la injusticia y el dolor, y de no poder teneros cerca.
Tenía ganas de hacer daño. De hacer justicia. Sabía que no iba a hacer nada de lo que pensaba, pero no quería tener esos pensamientos.
De nuevo, pensé que yo estaba mal, pero quería estar bien, y eso, pensaba yo; era el único clavo al que agarrarse. Que si estuviera acabado, no tendría ni ganas de estar bien. Pero yo sentía que quería curarme, que quería salir de ese pozo oscuro y profundo.
Busqué a una psicóloga de pago, que también había trabajado en una asociación de divorciados de Valencia. Pensé que seguramente habría visto casos mucho peores que el mío, y que podría aportarme herramientas para ganar esta lucha.
Tuve tres sesiones con ella. A 50 euros la hora.
Su terapia consistió en llevar un registro de pensamientos, anotando qué pensamiento tenía, qué día lo tenía, y a qué hora.
Le hice la lista, y se lo llevé.
Nuestra última conversación transcurrió como sigue:
+ Eres una persona que tiene las cosas muy claras. Tienes pensamientos ideas muy firmes.
- Gracias.
+ Pero debes "aceptar" lo que ha pasado...
- De acuerdo Emma, vamos a hacer una cosa: el próximo día que venga a tu consulta, vendré con una lata de gasolina, y le voy a prender fuergo a tu consulta, hasta que quede totalmente calcinada. Totalmente destruida... Y después, vendré otro día, y te diré que lo aceptes...
+ Pero...
- Eso es lo que me estás pidiendo tú a mi. Escúchame, yo puedo ASUMIR que me ha pasado esto, que elegí mal a la persona con la que formé un proyecto de vida, compré una casa, y formé una familia. Puedo asumir mi parte de responsabilidad, al fin y al cabo, confié en ella...
+ Entiendo.
- Pero no puedo "aceptar". Porque la palabra aceptar, significa "validar", dar por bueno algo... Como si lo aprobase. Y yo no acepto ni apruebo lo que me han hecho a mi y a mis hijas.
Ese día, acabó mi terapia con ella.
Sabía que no me iba a servir de nada, si su estrategia se basaba en que yo aceptase como tal, lo que me habían hecho.
Ese día, entendí que no había solución.
Entendí que no había remedio. No había pastilla. No había tratamiento, ni cura, ni bálsamo ni sanación ni calma para este dolor.
Entendí que nada iba a servir de nada. Por lo que dejé de buscar.
Me dediqué a hacer las dos cosas que hacían que me sintiera algo mejor, y dejara de pensar, que eran escuchar música, y hacer deporte. Y me dejé llevar por la corriente. Dejé de luchar...
TRES
Bastante tiempo después... un par de años diría yo... Ya viviendo en nuestro pueblo, en el nuevo piso alquilado...
De nuevo esa sensación de no tener ganas de nada. De saber que tu lucha no tiene sentido. Que no encuentras la motivación ni las ganas ni la ilusión por ir a trabajar cada mañana...
¿Para qué? ¿Para pagar un alquiler, que en cuanto dejes de pagarlo, lo pierdes todo? ¿Para vivir en un pueblo en el que nadie te habla, y nadie es capaz de preguntarte cómo estás? ¿Para ejercer un trabajo que no te motiva? ¿Para acabar el día de trabajo y que no te espere en casa un abrazo? ¿Solamente el más absoluto silencio? ¿La mayor soledad? ¿Para qué?
De nuevo esa sensación de querer escapar, lejos. Alejarte del dolor, de lo que te hizo daño. Alejarte de la misma pregunta tódos los días... ¿Qué haces aquí? ¿Por qué estas solo? ¿Por qué lo hizo? ¿Dónde está mi casa? ¿Dónde están mis hijas?
Tener dos hijas preciosas y no poder estar con ellas. Aceptar el maldito cuadrante militar que dice cuándo eres padre y cuándo no. Estar una semana entera añorando vuestra presencia, y la otra, encargándome de todo a solas, porque sabes que ya nunca estará la otra parte que falta.
Volví a pedir cita con el médico de cabecera. Esta vez en el pueblo. La médico era nueva, una chica joven.
Vuelve a desnudarte emocionalmente delante de una extraña, y cuéntale en menos de 10 minutos que te sientes muerto.
Su solución: Tienes un problema, y tienes que solucionarlo. Toma estas pastillas. Son nuevas. Casi no tienen efectos secundarios. Hacen que no pierdas la concentración. Es lo más avanzado que hay en antidepresivos.
De nuevo, le vuelvo a pedir que me derive a salud mental... Pero recibo la misma respuesta. Están saturados, y una visita de una hora cada dos o tres meses, no te va a servir de nada.
Vuelvo a comprar las pastillas en la farmacia.
Y ahí están.
No las voy a tomar.
No voy a tomar drogas que alteren mi química cerebral para ser quien no soy. O para no ser quien soy.
Sea quien sea, soy vuestro padre, y aquí estoy.
De nuevo, vuelvo a constatar que no hay solución. Que una mala decisión te puede cambiar la vida. Te la puede destrozar, y arruinar.
Y también confirmo que si quiero estar bien, depende total y absolutamente de mí.
De nuevo deporte y música se plantean como lo único que puedo hacer. Aunque ya van muchos meses que entre el trabajo, cuidaros, educaros, llevar al día todas vuestras tareas escolares, y salir a pasear por las tardes, no tengo tiempo de ponerme a ello.
Da igual. Ya habrá tiempo. Lo primero sois vosotras.
-------------------------------------------
Esas han sido las tres veces que intenté pedir ayuda.
Las tres veces en las que no podía más.
Las tres veces que grité, para ver si alguien me escuchaba.
He aprendido que dependo de mi mismo.
Que la gente solamente estará ahí cuando oiga diversión y tonterías.
Cuando oiga dolor, o no oiga nada, nadie vendrá en tu ayuda.
He confirmado que no debo esperar nada de nadie. Salvo de mi mismo.
Y al final, todo se reduce a deporte y música.
Os quiere,
Papá.
Comentarios
Publicar un comentario